lunes, 29 de septiembre de 2008

El corazón subterráneo de Madrid

Una lombriz que recorre el interior de la ciudad, un nido de historias, de tiempos de de transporte que sorprendentemente viaja por el subsuelo madrileño. Es la unión de los barrios, el punto de encuentro de ejecutivos y adolescentes, un lugar para los besos y para la ansiedad de los impuntuales. Es un vaivén de masas con vidas individuales.


Las pisadas mojadas muestran el camino hacia los tornos donde hay que insertar el billete para poder hacer el viaje; un euro el sencillo. Ya son las once. El metro lleva funcionando 5 horas, desde las 6 de la mañana, pero los sábados, la gente descansa y le dan menos trabajo. Sólo los más madrugadores le han visitado ya. También ha ido recogiendo por la ciudad a los derrotados trasnochadores.

Laurentziu quiere descansar en sábado y alarga, en lo que puede, las horas de sueño. Hoy no ha entrado a trabajar hasta las diez. Tiene 47 años y vino de Rumania hace 3 dejando allí a sus dos hijos.
En Rumania tocaba profesionalmente en un cuarteto. Cuando llegó a España cambió la compañía de su banda por la soledad de su acordeón y el restaurante donde amenizaba las cenas por la estación de metro “Goya”. Cuando llega se sienta en una silla plegable que trae desde casa y coloca bocarriba una gorra a sus pies. Luego invade el suburbano con dulces melodías de su tierra.

En la pared del andén de la línea 4 de esta estación se exponen unas copias de grabados del pintor español de quien toma su nombre. Se trata de “Los Caprichos” de Goya, 80 planchas de cobre grabadas que el pintor cedió al rey en 1803 a cambio de una pensión a favor de su hijo. En una de ellas se invierte la lógica y son dos personas las que llevan a cuestas a dos borricos. Abajo una inscripción dice: “Tú que no puedes”.

Apenas hay gente en el andén. A lo lejos dos personas desaparecen por las escaleras. Son los rezagados de los que han abandonado el tren que ya se ha ido. Un cartel dice que el próximo llegará en 4 minutos. En uno de los bancos hay una chica que mira el reloj impaciente. Se llama Rebeca y tiene 28 años. Con el pelo recogido y un oscuro traje de chaqueta espera el tren que la lleve a su trabajo en Argüelles. Aunque estudia químicas en la Universidad Autónoma trabaja como azafata algunos fines de semana. Para ir a la universidad utiliza la línea 6. Piensa que está bastante bien “aunque la tienen que remodelar”. Además, siempre que puede viaja en metro porque “es más puntual que el autobús y no hay atascos”.

También desde esta estación se puede coger la línea 2 que atraviesa el centro de la ciudad entre las estaciones de La Elipa y Cuatro Caminos. Uno tras otro van llegando trenes que recorrerán un total de 16 estaciones a lo largo de 9,531Km de vía, de los 322Km de vías que, repartidas en distintas líneas recorren las arterias de Madrid, para luego volver a empezar. Hará este recorrido casi 20veces en 19 horas, hasta que la noche cerrada a las 2 de la madrugada indique el final de la jornada.

Una gran pantalla divide los raíles que guían a los dos trenes que van en direcciones opuestas. Televisan los titulares de las noticias más importantes del día.

El tren que llega está prácticamente vacío. Es uno de los nuevos en que se comunican unos vagones con otros. Zonas habilitadas para sillas de ruedas roban espacio a los asientos. En Ventas hay una tienda que lleva por nombre “Nahar complementos” pero está cerrada. No hay casi gente. Aún así, Toñi, de 43 años, se empeña a fondo con su escoba para limpiar la huella de los que han pasado por allí. Tan sólo lleva dos meses vistiendo el uniforme de bata azul del servicio de limpieza del metro pero trabaja todos los días de la semana desde las siete hasta las dos del medio día, hora en que hay un cambio de turno. Dice que los días de lluvia son los peores y que la gente la ve con el cepillo y sigue tirando al suelo billetes y basura. Luego se retracta con una sonrisa, “bueno, no todo el mundo”.

Cerca de los tornos de entrada y salida hay uno de los centros neurálgicos del sistema. Ocho enormes pantallas divididas a su vez en cuatro cuadrados controlan los diferentes puntos del metro madrileño. Diez ordenadores que trabajan sin tregua las acompañan. Tres personas de seguridad miran atentamente las pantallas que garantizan que todo está en orden.

Desde La Elipa, última parada de la línea 2, el siguiente tren llega enseguida y desierto. En el andén hay carteles enormes que anuncian a “El Corte Inglés” o el Zoo de Madrid. Desde un megáfono una voz grabada anuncia cuál es la próxima parada y su correspondencia con otras líneas. Manuel Becerra, Goya... Al abrirse las puertas se oye a lo lejos la música de Laurentziu. Un pito largo y cuatro cortos que anuncian el cierre de las puertas se entremezclan con su música. El tren que llegó vacío ha ido poco a poco llenándose de historias. Son sólo un puñado de las X vidas que cada día recorren la ciudad desde el subsuelo. Casi todo el mundo va acompañado y nadie lee como ocurre entre semana. Salvo una persona que lleva “El País” en la mano. Es un señor joven pero ya le acechan las canas. Se pelea con el diario hasta que consigue doblarlo y dejarlo en su regazo vestido de vaquero, porque en realidad quiere leer el suplemento. Pasea el periódico hasta Sevilla donde se esfuma rápidamente tras las implacables puertas del convoy. Su asiento vacío muestra la firma que alguien dejó allí.
Dos jóvenes matan el tiempo hasta su parada entre arrumacos. Al lado de los que no esconden sus besos un grupo de chavales visten la indumentaria de un equipo y uno de ellos lleva un balón de fútbol en la mano. Risas escandalosas y bromas entre empujones les mantienen entretenidos hasta su destino en Manuel Becerra.

Banco de España, Sevilla, Sol, sigue anunciando la voz enlatada cada dos minutos (que es lo que tarda el tren entre parada y parada). Una frase en inglés se cruza en el ambiente. Proviene de un señor que va con dos niños. También dos chicas jóvenes hablan un idioma que parece alemán. En el vagón varios carteles hacen gala de la seguridad de este transporte: zona video-vigilada, alarma (abrir sólo en caso de emergencia). Al lado hay además un extintor.

En Sol huele a gofre. Proviene de una tienda que tiene un cartel con la rúbrica aplastante: “Gofres Sol”. A lo lejos se oye “Dolly” desde un violín un tanto desafinado.
Tres escaleras mecánicas, dos de subida y una de bajada, se enfrentan a un ascensor. La tienda de complementos “Línea Cero” sí ha abierto hoy. Decenas de bolsos y pañuelos de todos los colores cuelgan desde un mostrador circular que encierra a una dependienta.

Maletas que a veces chocan despistadas se entrecruzan incesantes. Alfonso y Marta también llevan equipaje de mano, dos Sansonite de tapa dura. Vienen de Zaragoza a pasar el fin de semana a Madrid. Con la actitud propia de los principiantes giran el plano de metro de un lado a otro creyendo que a base de vueltas van a encontrar el camino. Un cómodo calzado deportivo preparado para investigar la ciudad asoma bajo los pantalones de lino de ella y los vaqueros de él. Marta está convencida de que tienen que coger la línea 1 y se lo hace saber a Alfonso en un tono medio enfadado. Mientras discuten Manuel, su hijo de 8 años, da vueltas sobre sí mismo ya aburrido.

La gente espera en el andén sacudiendo sus paraguas mojados. El tren que llega es de los antiguos. Los vagones están separados y ninguna voz anuncia la próxima estación.
Sevilla, Banco de España, Retiro, Príncipe de Vergara, Goya...
Un cartel tamaño folio de “librosalacalle” está pegado a la pared del vagón y cuenta cómo “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía, había de recordar aquella tarde remota en que el padre lo llevó a ver el hielo” citando a Gabriel García Márquez. Un señor mayor acompañado por un bastón caoba pierde su mirada entre estas líneas.
Las pisadas mojadas señalan el camino hasta la calle y fuera sigue lloviendo.

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