viernes, 26 de febrero de 2016

Mi Chico


Mi Chico era un fugista. Yo tenía 9 años cuando nos conocimos, así que le disfrazaba con la ropa del Nenuco y le daba un chupete para jugar que le quedaba perfecto como accesorio. Entonces, abría la puerta de mi habitación y, como estaba más que harto de mí, bajaba pitando las escaleras de la casa vestidito de muñeco y con su chupete en la boca. Nos partíamos de risa. ¿Qué por qué se escapaba de casa cuando tenía la oportunidad? No tenemos ni idea, le dio por ahí un día cuando estábamos en el pantano de San Juan y así hasta que se murió con 13 años tras un ictus que le dejó sin apenas movilidad en las patitas de atrás. Cuando yo volvía a casa tras meses fuera en la universidad, me esperaba en un rinconcito que le encantaba porque veía toda la casa y movía el rabo como un loco mientras yo gritaba: “Chico, Chico, ¿dónde está mi perrito guapo?”. Eso sí, durante 13 años marcó la casa dónde y cuándo quiso, se retozó en el huequito de arena que pillaba en cuanto salía de darse una buena nadada en la piscina y el aliento se le hizo insostenibe. Que marranillo que era.

lunes, 29 de septiembre de 2008

El corazón subterráneo de Madrid

Una lombriz que recorre el interior de la ciudad, un nido de historias, de tiempos de de transporte que sorprendentemente viaja por el subsuelo madrileño. Es la unión de los barrios, el punto de encuentro de ejecutivos y adolescentes, un lugar para los besos y para la ansiedad de los impuntuales. Es un vaivén de masas con vidas individuales.


Las pisadas mojadas muestran el camino hacia los tornos donde hay que insertar el billete para poder hacer el viaje; un euro el sencillo. Ya son las once. El metro lleva funcionando 5 horas, desde las 6 de la mañana, pero los sábados, la gente descansa y le dan menos trabajo. Sólo los más madrugadores le han visitado ya. También ha ido recogiendo por la ciudad a los derrotados trasnochadores.

Laurentziu quiere descansar en sábado y alarga, en lo que puede, las horas de sueño. Hoy no ha entrado a trabajar hasta las diez. Tiene 47 años y vino de Rumania hace 3 dejando allí a sus dos hijos.
En Rumania tocaba profesionalmente en un cuarteto. Cuando llegó a España cambió la compañía de su banda por la soledad de su acordeón y el restaurante donde amenizaba las cenas por la estación de metro “Goya”. Cuando llega se sienta en una silla plegable que trae desde casa y coloca bocarriba una gorra a sus pies. Luego invade el suburbano con dulces melodías de su tierra.

En la pared del andén de la línea 4 de esta estación se exponen unas copias de grabados del pintor español de quien toma su nombre. Se trata de “Los Caprichos” de Goya, 80 planchas de cobre grabadas que el pintor cedió al rey en 1803 a cambio de una pensión a favor de su hijo. En una de ellas se invierte la lógica y son dos personas las que llevan a cuestas a dos borricos. Abajo una inscripción dice: “Tú que no puedes”.

Apenas hay gente en el andén. A lo lejos dos personas desaparecen por las escaleras. Son los rezagados de los que han abandonado el tren que ya se ha ido. Un cartel dice que el próximo llegará en 4 minutos. En uno de los bancos hay una chica que mira el reloj impaciente. Se llama Rebeca y tiene 28 años. Con el pelo recogido y un oscuro traje de chaqueta espera el tren que la lleve a su trabajo en Argüelles. Aunque estudia químicas en la Universidad Autónoma trabaja como azafata algunos fines de semana. Para ir a la universidad utiliza la línea 6. Piensa que está bastante bien “aunque la tienen que remodelar”. Además, siempre que puede viaja en metro porque “es más puntual que el autobús y no hay atascos”.

También desde esta estación se puede coger la línea 2 que atraviesa el centro de la ciudad entre las estaciones de La Elipa y Cuatro Caminos. Uno tras otro van llegando trenes que recorrerán un total de 16 estaciones a lo largo de 9,531Km de vía, de los 322Km de vías que, repartidas en distintas líneas recorren las arterias de Madrid, para luego volver a empezar. Hará este recorrido casi 20veces en 19 horas, hasta que la noche cerrada a las 2 de la madrugada indique el final de la jornada.

Una gran pantalla divide los raíles que guían a los dos trenes que van en direcciones opuestas. Televisan los titulares de las noticias más importantes del día.

El tren que llega está prácticamente vacío. Es uno de los nuevos en que se comunican unos vagones con otros. Zonas habilitadas para sillas de ruedas roban espacio a los asientos. En Ventas hay una tienda que lleva por nombre “Nahar complementos” pero está cerrada. No hay casi gente. Aún así, Toñi, de 43 años, se empeña a fondo con su escoba para limpiar la huella de los que han pasado por allí. Tan sólo lleva dos meses vistiendo el uniforme de bata azul del servicio de limpieza del metro pero trabaja todos los días de la semana desde las siete hasta las dos del medio día, hora en que hay un cambio de turno. Dice que los días de lluvia son los peores y que la gente la ve con el cepillo y sigue tirando al suelo billetes y basura. Luego se retracta con una sonrisa, “bueno, no todo el mundo”.

Cerca de los tornos de entrada y salida hay uno de los centros neurálgicos del sistema. Ocho enormes pantallas divididas a su vez en cuatro cuadrados controlan los diferentes puntos del metro madrileño. Diez ordenadores que trabajan sin tregua las acompañan. Tres personas de seguridad miran atentamente las pantallas que garantizan que todo está en orden.

Desde La Elipa, última parada de la línea 2, el siguiente tren llega enseguida y desierto. En el andén hay carteles enormes que anuncian a “El Corte Inglés” o el Zoo de Madrid. Desde un megáfono una voz grabada anuncia cuál es la próxima parada y su correspondencia con otras líneas. Manuel Becerra, Goya... Al abrirse las puertas se oye a lo lejos la música de Laurentziu. Un pito largo y cuatro cortos que anuncian el cierre de las puertas se entremezclan con su música. El tren que llegó vacío ha ido poco a poco llenándose de historias. Son sólo un puñado de las X vidas que cada día recorren la ciudad desde el subsuelo. Casi todo el mundo va acompañado y nadie lee como ocurre entre semana. Salvo una persona que lleva “El País” en la mano. Es un señor joven pero ya le acechan las canas. Se pelea con el diario hasta que consigue doblarlo y dejarlo en su regazo vestido de vaquero, porque en realidad quiere leer el suplemento. Pasea el periódico hasta Sevilla donde se esfuma rápidamente tras las implacables puertas del convoy. Su asiento vacío muestra la firma que alguien dejó allí.
Dos jóvenes matan el tiempo hasta su parada entre arrumacos. Al lado de los que no esconden sus besos un grupo de chavales visten la indumentaria de un equipo y uno de ellos lleva un balón de fútbol en la mano. Risas escandalosas y bromas entre empujones les mantienen entretenidos hasta su destino en Manuel Becerra.

Banco de España, Sevilla, Sol, sigue anunciando la voz enlatada cada dos minutos (que es lo que tarda el tren entre parada y parada). Una frase en inglés se cruza en el ambiente. Proviene de un señor que va con dos niños. También dos chicas jóvenes hablan un idioma que parece alemán. En el vagón varios carteles hacen gala de la seguridad de este transporte: zona video-vigilada, alarma (abrir sólo en caso de emergencia). Al lado hay además un extintor.

En Sol huele a gofre. Proviene de una tienda que tiene un cartel con la rúbrica aplastante: “Gofres Sol”. A lo lejos se oye “Dolly” desde un violín un tanto desafinado.
Tres escaleras mecánicas, dos de subida y una de bajada, se enfrentan a un ascensor. La tienda de complementos “Línea Cero” sí ha abierto hoy. Decenas de bolsos y pañuelos de todos los colores cuelgan desde un mostrador circular que encierra a una dependienta.

Maletas que a veces chocan despistadas se entrecruzan incesantes. Alfonso y Marta también llevan equipaje de mano, dos Sansonite de tapa dura. Vienen de Zaragoza a pasar el fin de semana a Madrid. Con la actitud propia de los principiantes giran el plano de metro de un lado a otro creyendo que a base de vueltas van a encontrar el camino. Un cómodo calzado deportivo preparado para investigar la ciudad asoma bajo los pantalones de lino de ella y los vaqueros de él. Marta está convencida de que tienen que coger la línea 1 y se lo hace saber a Alfonso en un tono medio enfadado. Mientras discuten Manuel, su hijo de 8 años, da vueltas sobre sí mismo ya aburrido.

La gente espera en el andén sacudiendo sus paraguas mojados. El tren que llega es de los antiguos. Los vagones están separados y ninguna voz anuncia la próxima estación.
Sevilla, Banco de España, Retiro, Príncipe de Vergara, Goya...
Un cartel tamaño folio de “librosalacalle” está pegado a la pared del vagón y cuenta cómo “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía, había de recordar aquella tarde remota en que el padre lo llevó a ver el hielo” citando a Gabriel García Márquez. Un señor mayor acompañado por un bastón caoba pierde su mirada entre estas líneas.
Las pisadas mojadas señalan el camino hasta la calle y fuera sigue lloviendo.

Año Bisiesto

Cumplir años cada cuatro podría significar para muchos la fuente de la eterna juventud, el Santo Grial tan codiciado por los nazis en Indiana Jones, pero en realidad, se reduce a una cuestión mucho más mundana carente de cualquier explicación fantástica: haber nacido el 29 de febrero, día que sólo se da cada año bisiesto.


¿Qué tienen en común Superman, el compositor italiano Gioacchino Rossini, el Papa Pablo III y el escritor inglés Jonh Byron? Aunque parezca imposible encontrar alguna similitud, lo cierto es que todos ellos comparten una peculiaridad: forman parte del colectivo de los bisiestos. Gente cuyo día de nacimiento sólo aparece en el almanaque cada cuatro años. Sí, y es que, un artículo aparecido en la revista Time el 14 de marzo de 1988 aseguraba que el héroe de ciencia ficción había nacido un 29 de febrero por decisión de su creador, si bien, Byron, Rossini, y el Papa son bisiestos por caprichos de la casualidad.

Pero, ¿qué es un año bisiesto?

Un año bisiesto es aquél que cuenta con 366 días en lugar de los 365 habituales. Todo se debe a que el movimiento de traslación de la Tierra no dura, como es la creencia popular, 365 días, sino 365 días y casi seis horas.

Este desfase horario entre el año solar y el año gregoriano, que es por el que nos regimos, aunque en principio pueda parecer insustancial, no lo es en absoluto, ya que hace que cada cuatro años se pierda un día, que es necesario recuperar. Si no se hiciera, en cien años se acabarían perdiendo 25 días, y sin bisiestos, en cuatro siglos podría llegar a nevar en julio.

La solución llegó tras 16 siglos

Los antiguos romanos sortearon el problema de las seis horas que faltaban para completar el calendario solar con mayor o menor fortuna, a veces inventando días sin ton ni son, y no fue hasta tiempos de Julio César cuando se estableció una fórmula bastante exacta, según cálculos del astrónomo Sosígenes de Alejandría. La reforma supuso añadir un día suplementario cada cuatro años: se escogió el bis sextus dies ante calendas martii o sexto día antes de las calendas de marzo.

¿Todo estaba resuelto? No. El año juliano fue casi perfecto. Pero las seis horas no son tales. Son en realidad 5 horas, 45 minutos, 48 segundos y 99 centésimas. Un ligero desfase que se traducía en tres cuartos de hora cada cuatro años, ocho días por milenio.
Es decir, seguía habiendo un ligero desfase, ahora por exceso. Pese al desfase, el calendario juliano funcionó en Europa hasta el siglo XVI. Por aquel entonces, el inicio del año solar se había desplazado 11 días.

La corrección definitiva llegó en 1582. Según decisión del Papa Gregorio XIII, los años divisibles por 100 no serían bisiestos aunque les tocara por ser múltiplos de 4. Sí lo serían, en cambio, los divisibles por 400. Eso suponía eliminar tres días --tres bisiestos-- cada cuatro siglos: 1900 no lo fue y el 2100 tampoco lo será. La reforma gregoriana también se propuso corregir el error acumulado durante 16 siglos y decidió que el jueves 4 de octubre de 1582 fuera seguido por el viernes 15 de octubre. Once días menos de vida por voluntad divina. Países como Francia, España y Portugal se sumaron al cambio de Ipso facto. Pero Alemania lo hizo dos años después, en 1584, y mucho más se demoraron Inglaterra y Suecia (1752), Japón (1873), China (1912) y Rusia (1923).

Esta discordancia en la aceptación del nuevo calendario explica, entre otras curiosidades, que Cervantes y Shakespeare murieron en la misma fecha, el 23 de abril de 1616, pero en realidad hubo 10 días de diferencia. Y la revolución rusa, que se llama de octubre, sucedió en noviembre.

Año bisiesto, ¿año siniestro?

Pero este peculiar día del año no parece ser augurio de buenas noticias.
En el refranero español podemos encontrar varias referencias que dejan constancia de esta percepción fatalista: «Año bisiesto, año siniestro», «Año siniestro, entre el hambre y es cesto», «Año bisiesto, ni casa, ni viña, ni huerto, ni puerto». El año bisiesto es sinónimo de funesto, aciago, nefasto, annus horribilis, etc.

Por tradición, los años bisiestos se han asociado a un sentimiento pesimista, de cambios drásticos y funestas consecuencias. Lo cierto es que a lo largo de la historia son muchas las catástrofes que, casualidad o no, han sucedido en año bisiesto. Incluso los romanos de Julio César, sus creadores, evitaban casarse en un mes en que los templos cerraban sus puertas por si las moscas. El currículum de desgracias es aterrador: desde el hundimiento del Titanic, en 1912, al estallido de la Guerra Civil Española, el 36, pasando por las principales huelgas de la historia de España - 1976, 1988 - o el estallido del conflicto armado entre Irán e Irak. A los hechos mencionados anteriormente también se une el terremoto de Tangshan, el más grave del siglo XX y que provocó la muerte de más de 200.000 personas o la apertura del campo de concentración de Auschwitz.

También murieron asesinados en año bisiesto, empezando por el del primer hombre que pasó por la guillotina, líderes como Mahatma Gandhi, en el 1948, Robert Kennedy y Martin Luther King, 1968, John Lennon, 1980, o Indira Gandhi, 1984. Todos estos hechos sucedieron en año bisiesto, como en el que nos encontramos este 2008, ¿casualidad?

Sin embargo, si se hace un recorrido por la historia se observa que también se dieron muchos avances y circunstancias positivas que desdicen el título aciago, coincidencias que poco entienden de mala suerte. La invención del telescopio, del termómetro a gas, del primer auto con motor a explosión, el final de la guerra de Afganistán fueron precisamente en bisiestos.
Año bisiesto es también año Olímpico y convoca a los estadounidenses y españoles a sus urnas.


Anecdotario

- El récord Guinness de bisiestos juntos lo tienen los noruegos que lograron reunir a 345. Este año intentaron superarlo en España, reuniéndose el 29 de febrero en Málaga bajo el auspicio del Club Mundial de bisiestos. Sólo consiguieron reunirse 170.

- Dice la tradición irlandesa que en el siglo V Santa Brígida se quejó ante San Patricio de que muchas mujeres tenían que esperar demasiado para casarse. Había hombres que no se atrevían a hacer la propuesta. El patrón y evangelizador de Irlanda respondió a la demanda instaurando el 29 de febrero como única fecha en la que las mujeres podían realizar ellas la petición. 1 entre 1.460 era mejor que nada. Desde entonces en Irlanda persiste, con mayor o menor intensidad, esa costumbre.

- Febrero tiene 28 ó 29 días. Sin embargo, tres veces a lo largo de la historia ha habido un 30 de febrero.

Calendario sueco - Suecia decidió ajustarse paulatinamente al calendario gregoriano. Así, eliminando los años bisiestos desde 1700 a 1740 los 10 días de diferencia quedarían efectivamente eliminados y el 1 de marzo de 1740 en Suecia estarían sincronizados con el calendario Gregoriano. En 1700, que debería haber sido bisiesto, no lo fue en Suecia. Sin embargo, y por error, 1704 y 1708 sí que lo fueron. Esto dejó a Suecia desacoplada tanto con el calendario Juliano como con el Gregoriano, decidiendo ante este desfase regresar al Juliano. Para hacerlo, insertaron un día extra en 1712, convirtiéndolo en un año doblemente bisiesto. Así que, en 1712, febrero tuvo 30 días en Suecia. Finalmente Suecia adoptó el calendario gregoriano en 1753.

En 1929, la Unión Soviética introdujo un calendario revolucionario en que cada mes tenía 30 días y los cinco o seis días restantes eran fiestas que no pertenecían a ningún mes. En 1930 y 1931, hubo un 30 de febrero en la URSS, hasta que en 1932 los meses volvieron a ser los de antes.

- San Dositeo rellena las veinticuatro horas supernumerarias de los años bisiestos.
Algoritmo de los años bisiestos:

1. Si el año es divisible por 4, es año bisiesto.
2. Si además de ser divisible por 4 también es divisible por 100 no es bisiesto.
3. Si además de ser divisible por 4 y por 100 también lo es por 400, es año bisiesto.

- Cervantes y Shakespeare murieron en la misma fecha, pero en realidad hubo 10 días de diferencia y la revolución de octubre sucedió en noviembre.

- Sin el ajuste, en cuatro siglos podría llegar a nevar en julio.